Viajar es, sin lugar a dudas, uno de los placeres que me permito cada vez que un espacio en la agenda lo permite. Descubrir lo precioso de las culturas, aquello que no capta la imagen digital ni la voracidad turística, los recovecos que las guías turísticas no especifican, es un hecho que me ensancha el alma. Esa interacción casi accidental fue la que despertó en mí el deseo de torcer el itinerario de mi vida hacia el mundo de las hebras. Cada vez que reclino la butaca del avión y miro entre las nubes, imagino que voy a descubrir un tesoro. Y mientras el sol se ve más cercano y el cielo se multiplica en la inmensidad azul, esa ilusión se plasma en ideas y sensaciones que más tarde se materializan en blends concebidos con maestría. Las latitudes recorridas, los paisajes y los imperios, las pisadas en la arena del desierto y el calor fenomenal de Medio Oriente, la templanza de la cultura china, el misterio de las pirámides, lo ancestral y lo mundano. Me siento dichosa de haber podido conocer a los maestros más experimentados en el arte combinatorio del té. Ellos fueron quienes cimentaron en mi corazón el ímpetu que me colma de pasión. Irimi comenzó entre valijas y pasaportes. Un check-in fabulosamente imprevisto.
